Primera semana de Adviento

Las gotas de agua golpean el paraguas. Se deslizan por su superficie hasta caer en la acera. El sol se asoma entre las nubes, hace tiempo que salió, mientras el murmullo de los coches inunda la parada de autobús. Los rostros son tan variopintos como las edades y circunstancias que envuelven a cada persona. Camino hasta el fondo, todo está, como siempre, lleno. Se entremezclan los pensamientos, la música, los silencios, las conversaciones (tan dispares entre ellas), los saludos, el pitido del aparato cada vez que alguien tica, las legañas, los nervios, las indicaciones, las preguntas al conductor; todo junto y sin ningún orden. De fondo, el ronroneo del motor del vehículo.

Muy cerca el mar da vida a su hipnótico movimiento. Acompaña a la trayectoria del tráfico y los transeúntes. Me bajo, cruzo la carretera y comienzan los saludos, la puesta al día y la alternancia entre el sonido del teclear y el de las distintas bombillas que poco a poco se van encendiendo en la cabeza. Pasos por el pasillo, tecleo, ideas, prueba y error. Café. Ya no llueve, el sol brilla. Como siempre, la cafetería es un hervidero de gente, alumnos y profesores, que acaban de salir de las aulas. Conversaciones triviales, carcajadas, alguna pregunta que apunta un poco mas allá. En nuestra mesa y en las ajenas. Pasos hacia el pasillo, tecleo, ideas, prueba y error, error, error. Nuevas ideas, tecleo, duda, pregunto. La impresora se ha puesto en marcha. Y así, como siempre, pasa la mañana.

Brotan los aromas del almuerzo, vuelve el hervidero de gente, los pasos por el pasillo, la comida, los pasos hacia el pasillo y pensar, probar, acertar, fallar.

Para volver hay menos tráfico. Hay, incluso, sitios libres en el autobús. La lluvia ha dejado algunos charcos por el camino. Una niña pequeña ríe, juega con su padre. Comienza el concierto de la gente que se sube, la gente que se baja, gente que se sienta, gente que cede su asiento, gente que se levanta. En mitad de la melodía abandono, como una más, el concierto. La luz es suave, las palmeras brillan. Como siempre, aún la tarde tiene mucho que ofrecerme.

Pero en medio de todo este tumulto que parece el mismo de ayer y de mañana, hay algo diferente. Una chispa de ilusión, de esperanza. Esa sensación de que algo está a punto de pasar. Parecido a lo que se siente minutos antes de ver a una de nuestras personas más queridas después de un largo viaje. Es la alegría que se reaviva por dentro. Porque sé que vienes. Es la emoción, discreta pero real, que asegura que Tú has querido estar hoy conmigo y con todos: los de la acera, el autobús, el pasillo, la cafetería, los del despacho, los del camino. Los que tengo ahora al lado. Vienes. Comienza el Adviento. Quieres ser luz en nuestra vida diaria. Estaré atenta, esperándote, porque Tú siempre llegas.